CAPITULO I .- CONVENTO DE LAS SALESAS
Aquella mañana como casi todas, me despertó el profundo olor a achicoria y a pan tostado, como siempre, una rebanada con una pincelada de manteca colorá y un vaso de leche, recién traída de la lechería del Litri que estaba frente a mi casa (según mi padre era 50% de agua y el resto leche), era mi preciado desayuno. Con el resto de pan con manteca aún en la mano, me disponía a mis quehaceres de explorador atravesando aquel patio lleno de macetas de pilistras, dársenas y una variada especie de plantas que emergían hacia arriba como buscando el sol de la azotea. En el portón que daba a la calle había dos grandes y hermosos escalones de mármol que yo bajaba de un solo salto con los brazos en cruz pensando que seguramente algún día, como en mis sueños, saldría volando.
Atravesé la calle y fui hacia la puerta del convento de Las Salesas que casi siempre estaba entreabierta, muy sigilosamente y como otras veces, entré en el Locutorio, solo una luz tenue procedente de una pequeña vidriera, una mesita de madera con una vela apagada en el centro y varios bancos con amplios reposabrazos era lo primero que se divisaba, me senté en el banco mas grande contemplando el balanceo de mis pies con aquellas chanclas de goma. De inmediato percibí aquel olor indescriptible, era algo así como una mezcla de canela, clavo y tomillo, frente a mí, ese gran cuadro oscuro donde solo se divisaba la cara de una monja mirando hacia el techo con una aureola dorada, a mi izquierda, un gran reja ocupaba toda la pared, detrás de aquel enrejado paseaban aquellos fantasmas negros, luego supe que eran monjas de clausura.
Estar allí sentado durante un tiempo merecía la pena, yo sabia que pronto aparecería aquella monja para darme un trozo de queso americano y una bolsita de leche en polvo que tanto me gustaba, pero no fue así, apareció la novicia y me extendió la mano como diciéndome que fuese con ella y así lo hice. Atravesamos un largo pasillo con cuadritos de la Pasión de Cristo a ambos lados, unas puertas color marrón oscuro que no se sabía a donde daban, por fin, al final bajamos dos escalones de mármol blanco, la novicia me soltó de la mano para abrir una puerta mas grande que estaba en frente, al entrar en aquella pequeña sala, percibí un intenso olor a incienso, no cabía duda que estábamos en la Sacristía. Como si tuviera un poco de prisa, la monja abrió una puerta del armario y sacó una sotana de monaguillo de color celeste, la alejó un poco con su mano, la miró de arriba a bajo y me la puso encima de la ropa que yo llevaba, luego me puso una especie de babero blanco de encaje y finalmente unos guantes blancos que me quedaban grades.
Vestido de esa forma, la monja novicia me miró, se sonrió y volvió a darme la mano para pasar por la puerta que daba a la Capilla, me tuvo que coger para sentarme en una silla que había junto al Altar, me miré los pies y no me veía las sandalias de goma, levanté la cabeza y vi frente a mi, un cura de espaldas que intentaba cantar algo en latín, por un momento pensé en salir corriendo de allí, pero al volver la cabeza hacia atrás, vi sentadas en una fila de varios bancos, aquellos fantasmas negros que antes paseaban por detrás de las rejas, en otra fila, monjas con cara descubierta y en la tercera, mujeres y hombres normales, eso me tranquilizó un poco.
Casi me estaba durmiendo, percibiendo aquel perfume de incienso, cuando de pronto se volvió el cura y mirándome, con los brazos en cruz, pronunció unas palabras en latín y luego se calló, el silencio absoluto solo fue interrumpido por el lejano trotar y los cascabeles de un coche de caballos que pasaba en ese momento por la calle Larga.
Pensé que aquello se estaba terminando y que pronto saldría de allí, el cura con las manos cruzadas entre los dedos me miraba fijamente, miré para arriba y vi a la novicia con una gran copa de oro en la mano ofreciéndomela para que la cogiera. Me levanté de la silla y con las dos manos de guantes blancos, así la gran copa, la monja cogió mi hombro y me dio la vuelta para ponerme mirando hacia el cura que sonreía levemente y asentaba con la cabeza como diciéndome que me acercara hacia él.
Comprendí perfectamente lo que me querían decir, sin palabras y con paso seguro empecé a caminar hacia el Altar, conforme me iba acercando el cura extendía las manos para coger el Copón, una alfombra de moqueta roja cubrían los dos fríos escalones de mármol para subir al Ara, pasé el primero, pero al llegar al segundo, pisé la sotana y caí literalmente de boca a los pies del cura, quedándose este con las manos vacías y con un ¡oh! al unísono que salió como un coro del público asistente. A pesar de la caída, seguía agarrando la copa, lo que no comprendía es de donde salieron tantas galletitas blancas esparcidas por el suelo.
La monja me levantó, me quitó el Copón de la mano y me volvió a sentar en la silla, desde mi sitio contemplaba como el cura y unas cuantas monjas recogían las hostias del suelo, unas lágrimas empezaron a caer de mis mejillas, una de las monjas, mayor que las demás, hizo una señal a la novicia que cogiéndome de la mano me llevó de nuevo a la Sacristía, me quitó la sotana, el babero de encajes y los guantes blancos. Llorisqueando volvimos a atravesar el mismo pasillo, por primera vez la monja pronunció unas palabras, “Menos mal que las hostias no estaban consagradas”, no la entendí muy bien, pero me hizo sentirme algo mejor.
Una vez de nuevo en el Locutorio, la novicia me dijo que me esperase por un momento, a pesar de la incertidumbre de no saber que iba a pasar ahora, esperé, no tardó mucho en volver, pero esta vez traía el trozo de queso americano y la bolsita de leche en polvo.
Francisco Ramirez Tallón
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